Hora 20.30. Llega el ómnibus aurinegro. Las afueras de la Ámsterdam se conmueven. La gente se arremolina. Las gargantas se enfurecen. El cemento vibra y se agita. El cielo, gris plomizo, se parte en un grito que nace de las entrañas de un ente que tiene alma propia: ¡Peñarol!
En esa euforia que solo puede alcanzar el hincha de fútbol todo se iguala. El hombre de saco y corbata se abraza con el de campera de jean gastada y ojos rojos. La doña del barrio grita como adolescente obsesiva y en su mirada halla comprensión del botija que anda en hombros de un padre que salta enardecido.
Y los jugadores desfilan por el cemento para abstraerse de la locura colectiva.
Entonces el Centenario se abre como un monstruo majestuoso. Vestido como nunca. Hambriento y espectacular.
Los globos amarillos cubren todos los anillos superiores e inferiores. Los negros –que se confunden con la gente– van al medio. Y cuando canta la hinchada, todo se agita. El Estadio vibra. Parece que va a venirse todo abajo.
“Peñarol, yo voy a todos lados, siempre descontrolado, yo te quiero ver campeón”. Uno de esos clásicos intimidatorios: cuando la Ámsterdam canta eso lo que está enfrente se paraliza.
Hora 20.58. La torcida de Santos avisa su arribo. Percusión, palmas y saltito brasileño. Los Santos vienen marchando es su melodía.
Pero el reloj marca después la hora 21.16. “Y dale alegría, alegría a mi corazón, la Copa Libertadores es mi obsesión. Tenés que dejar el alma y el corazón. Tenés que dejarlo todo por Peñarol”.
Una canción trasnochada que ahora suena más real que nunca. La hinchada de los imposibles está a punto de escribir otra de sus historias memorables.
Diego Forlán aparece en el tablero electrónico y la tribuna le ofrenda un canto.
Se anuncian los equipos. Darío Rodríguez, Diego Aguirre y Alejandro Martinuccio son los más aplaudidos. En ese orden.
Pero todo era antesala. Previa. Apronte. Anuncio. Algo grande estaba por suceder.
Hora 21.44. Las luces se van prendiendo en todas las tribunas. Una por una. Luceros de sueños e ilusiones que despiertan tras 24 años de oscuridad.
Sale Peñarol. Una camiseta. Una religión. Historia pura. Más viva que nunca. Actual, fresca. Grande. Muy grande.
Los globos se agitan pero empiezan a perderse entre el humo. Otra que las cenizas del volcán Puyehue. Es Peñarol lo que no te deja ver. Es Peñarol lo que vuela a ciegas.
Los fuegos artificiales se disparan desde las cuatro tribunas. Las luces multicolores lo iluminan todo mientras el humo desciende hasta las rodillas de los jugadores. Una cañita voladora te puede llevar a otra galaxia. Pero te va a llevar con tanta luz en los ojos que ni la huesuda te los va a poder apagar.
Es el mejor recibimiento que una hinchada le haya ofrendado a cualquier equipo. Tuvieron que pasar 51 años de Copa. Y no podía ser otra que la hinchada de Peñarol. Y allá estaban los que la festejaron por primera vez en 1960. Cuando Spencer le anotó a Olimpia el 1-0 y dejó tendida la vuelta en Puerto Sajonia. Esos volvieron a vivir ayer.
Los otros, los que nunca vivieron algo así, empezaron a vivirlo. A saber y a entender lo que es Peñarol. Y lo que es tener una hinchada sin igual.
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