Me gustaría que esto sirviera como una declaración de amor. Y me gustaría pensar que ese amor se puede contagiar.
A mis 29 años estoy profundamente enamorado de México. Y como todo enamoramiento, no acepta matices ni objetividades: siento una atracción irrefrenable por todo lo que involucra a su gente, su historia, su cultura, su comida, sus problemas, sus contradicciones, su presente. Quiero volver desde que me fui, y la idea de vivir en la monstruosa y por momentos terrible Ciudad de México me seducía en sus calles y acá también, mientras estoy pegado al Río de la Plata. La culpa de esto la tienen los viajes —sobre todo el último, que hice hace dos meses y que todavía tengo pegado a la piel—, los libros y el cine.
Lo tengo claro: sé que idealizo a un país que está atravesado por algunos de los problemas más complejos de Latinoamérica. Sé que mi presunto amor se funda en una imagen parcial, romantizada y sesgada. Sé que es una tierra salpicada por la sangre, la violencia, que el miedo y la injusticia están arraigados en su genética, que es un país terrible para las mujeres y racista hasta los ejes. Y sin embargo, tiene una riqueza y una exuberancia en todas sus formas que es imposible de evitar, que te conquista. México en algún sentido te abduce. Se te mete debajo de la piel.
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