Bernardo Arévalo

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Gloriosa Victoria

La llegada al poder de Bernardo Arévalo en Guatemala, tras una dura lucha contra una Fiscalía corrupta que lo persiguió hasta último momento, ha dejado en evidencia los peligros de un Ministerio Público politizado
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19 de enero de 2024 a las 05:00

En 2007 en la Ciudad de México, llegó al Palacio de Bellas de Artes en exposición un mural desconocido de Diego Rivera que debe de ser con diferencia el más impactante de todos, al menos de los que yo haya visto.

La obra se llamaba “Gloriosa Victoria”, y el célebre muralista mexicano la había hecho a pedido de su entrañable amigo e igualmente célebre escritor guatemalteco Miguel Ángel Asturias (Nobel de Literatura 1967). El mural representa de la manera más vívida, colorida y cruel el golpe que en 1954 la CIA y el Departamento de Estado le dieron al gobierno de Jacobo Arbenz, segundo presidente de la Revolución guatemalteca que en 1944 se había propuesto dejar de ser una república bananera bajo los designios de la United Fruit Company, para reafirmar su soberanía y desmontar el sistema cuasi feudal que imperaba en el país.

Guatemala volvía así a su “eterna tiranía”, iniciando un largo período de dictaduras que culminaría en una cruenta guerra civil plagada de atrocidades y masacres donde murieron más de 200 mil personas, la mayoría de ellos, indígenas de origen maya acusados de colaborar con la guerrilla.

El regreso a la “democracia”, por así decirle, y los Acuerdos de Paz del 96 no lograron romper el círculo de oligarquía, clasismo y racismo que ha terminado por enquistar en el poder a una casta inmensamente corrupta, y que hasta ahora había probado ser inmune a todo intento de reforma.

El antecesor de Jacobo Arbenz en aquella recordada Revolución guatemalteca (la “Revolución de octubre” de 1944) había sido Juan José Arévalo, el primer presidente democrático en la historia de Guatemala. No tan radical como Arbenz quien en plena guerra fría y la efervescencia del macartismo en Estados Unidos, tenía vínculos con los comunistas guatemaltecos y llevó a cabo una profunda reforma agraria que le terminó costando el derrocamiento, Arévalo encarnaba un progresismo más moderado, si bien mucho más verborrágico y gestual que su sucesor. Aun así, los poderes fácticos de Guatemala buscaron en todo momento tumbarlo; y en sus cinco años de gobierno, enfrentó no menos de 30 complots en su contra.

De hecho, tras el golpe contra el gobierno de Arbenz, Juan José Arévalo inició un largo exilio por Uruguay, Venezuela, Chile y México.

Su hijo Bernardo Arévalo nació en 1958 en Montevideo, durante ese exilio del ex presidente. Y en la madrugada del lunes, después de una larga lucha contra las instituciones de Justicia de su país que han tratado de inhabilitarlo, Arévalo hijo fue envestido presidente de la República de Guatemala. Como su padre.

Pero también como su padre, Bernardo Arévalo ha debido enfrentar a un poder político totalmente carcomido por la corrupción desde que inesperadamente se coló a la segunda vuelta de las elecciones el año pasado y luego derrotó en esa instancia a Sandra Torres, ex esposa del ex presidente Álvaro Colom, que ya había estado presa por corrupción y que evidentemente representaba la continuidad de esa casta corrupta que ha intentado por todos los medios que Arévalo no asuma.

También como su padre, Bernardo Arévalo es de extracción progresista, socialdemócrata con influencia liberal. Pero ese no es el problema con la rosca del poder guatemalteco que lo ha perseguido. El problema es que desde el primer momento de su campaña, Arévalo prometió acabar con la corrupción; la principal bandera del movimiento que lo llevó al poder, el Movimiento Semilla, surgido de las protestas de 2015 contra la corrupción del gobierno de Otto Pérez Molina. Y esa es también la única ideología que la clase política guatemalteca no puede tolerar: la anticorrupción.

Y no la puede tolerar por una razón existencial: en Guatemala, la corrupción atraviesa todo el sistema político y las instituciones.

En 2015, a la caída del gobierno de Pérez Molina, hubo una esperanza de que el sistema político se iba a limpiar. Pero sus sucesores Jimmy Morales y Alejandro Giammattei, que acaba de dejar el poder, encabezaron gobiernos tan o más corruptos que el del propio Pérez Molina. Tan es así, que toda esta persecución que Arévalo ha sufrido la lideró la fiscal general, Consuelo Porras, quien junto al fiscal Rafael Curruchiche y algunos jueces, como Fredy Orellana, que han fallado en contra del entonces presidente electo y su movimiento, responden precisamente a Giammattei, a su partido y a la trama de corrupción reinante.

Por eso la asunción de Arévalo en la madrugada del lunes, después de nueve horas de filibusterismo en el Congreso, en un último intento por impedir que asumiera, les ha sabido a gloria al presidente y sus seguidores. Setenta años después del golpe contra la revolución que iniciaron Arbenz y su padre, Bernardo Arévalo ha cerrado el círculo en Guatemala. Ha despertado una nueva esperanza en el país de la eterna tiranía.

Esta vez Estados Unidos se puso del lado correcto de la historia, y al igual que los demás gobiernos de la región, condenó la trama destituyente en contra de Arévalo y exigió su investidura.

Pero hay una lección tan o más importante que la crisis guatemalteca deja para los países de la región: y es la politización de la Justicia; en particular, la politización del Ministerio Público. Cuando la Fiscalía de la nación se identifica con un determinado sector político o en contra de otro, como sucede en algunos países del continente, la calidad democrática se deteriora, la dama ciega de la Justicia se despoja de su venda y la política se convierte en una guerra judicial.

Ha pasado en Perú; lo vemos más claramente hoy en Colombia con la pugna entre el presidente Petro y el fiscal Barbosa (aunque este último sí tiene el apoyo de Washington); y lo vemos en el propio Estados Unidos, donde más allá de lo que uno piense y de lo que efectivamente sea el ex presidente Trump, parece bastante claro que la acción del Departamento de Justicia en su contra es política.

Pero no son los únicos casos donde la Fiscalía ha sido acusada de perfilismo o politización. En Uruguay, sin ir más lejos, los dirigentes del gobierno en privado también se quejan insistentemente de que la Fiscalía responde a las fuerzas de oposición.

Sea como sea, es algo que no se puede permitir en democracia. El Ministerio Público debe ser una institución políticamente imparcial. Siempre. Si no, vean lo que ha pasado en Guatemala.

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