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Ana y un grito para que la muerte no exista

La obra de teatro dirigida por Gabriel Calderón, Ana contra la muerte, enfrenta al espectador ante la más profunda amargura y la cruda realidad social
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18 de septiembre de 2020 a las 05:01

El día en el que ellos nacieron todo cambió. Un terror desconocido se hizo parte de mi cuerpo y duerme ahí, silencioso pero presente. Siempre presente. Todo va bien hasta que en algún momento del día aparece. A esta altura ya no es un nudo en el estómago o falta de aire como en otros momentos. No es que vivo pensando en eso pero está. Está a la hora de darles un beso y olerlos cuando ya se durmieron. Cuando se suben al ómnibus que los va a llevar al campamento. Cuando me voy unos días de viaje por trabajo. Quizás es más un aleteo, un pequeñísimo flash, como para que no me olvide de que está ahí y no se va a ir. Desde el día en que nacieron mis hijos tengo terror de que se mueran. Así de crudo, así de simple.

No son tantas las personas que saben de este miedo personal, pero seguramente sí son muchas las que lo comparten, las que lo entienden, las que lo tienen, como yo, agazapado. 

Por eso mientras escuchaba desde la tercera fila de la sala Hugo Balzo del Auditorio Adela Reta a Ana (Gabriela Iribarren), gritar que haría cualquier cosa por salvar a su hijo, cualquier cosa por dañina que fuera, cualquier cosa por asquerosa, violenta, turbia, horrible y todos los adjetivos que aparezcan, la entendí. Lloré con Ana y fui Ana gritando por salvar a su hijo. Fui Ana ahogada por la desigualdad de la pobreza que escatima oportunidades hasta en el derecho más básico. Y fui Ana contra la muerte. Ana sabiendo que sería capaz de lo que fuera porque ese niño tuviera unos días más. Por tenerlo cerca, escuchar su respiración, mirarlo crecer, enseñarle a andar en bicicleta y rezongarlo por rayar las paredes.
Me resulta imposible imaginar a alguien salir ileso de esta obra devastadora e imprescindible. ¿Cómo salir y seguir con la vida cotidiana, llegar a casa, cenar, mirar un poco de televisión, cuando se estuvo durante una hora y media viviendo el horror en la carne?

Ana es capaz de soportar todo, cualquier cosa, menos la muerte de su hijo. No la va a aceptar sin hacer todo para evitarlo. Porque Ana no solo no quiere que su hijo se muera. Ana quiere que la muerte no exista. Y pensándolo bien, ¿quién no quiere que la muerte no exista? ¿Quién no desearía poder evitarse o evitar a los demás ese dolor desgarrador que produce la partida física de alguien a quien se quiere tanto?

Gabriel Calderón, el creador de esta historia así lo ha definido. Se trata de una obra de resistencia frente a lo inevitable. 
Y Ana, que sabe que es inevitable pero no lo soporta, quisiera poder darle su pierna a su hijo, atravesar ella la enfermedad horrenda que ve comerse a la sangre de su sangre. Quisiera sufrir cada uno de sus dolores con tal de poder sacárselos a él. Y que siguiera corriendo como un caballo desbocado. Que siguiera cayéndose y reventándose las rodillas. Qué importa, si está vivo. Nada importa si está vivo. Nada. 

“¿Le conté lo que me dijo? Me dijo, ‘mamá, cuando un caballo pierde una pierna lo sacrifican’. ‘¿Estas loco? Vos no sos un caballo, vos sos un hombre. No vuelvas a decirlo y no vuelvas a pensarlo’. Y no me lo dijo más. No sé si lo pensó, pero no me lo dijo más”, le dice a la doctora que sigue el tratamiento (María Mendive).

Pero Ana no puede controlarlo todo. Mientras le cuenta a esa doctora que la escucha con paciencia lo mejor que ve a su hijo después de la amputación de una de sus piernas, recibe la noticia que no quiere escuchar. La que no soporta y no entiende. Y por qué a él. Y por qué a ellos. Y por qué todo es plata y los ricos se curan y los pobres no. “Volvió”.

Entonces Ana saca a su fiera y se la va a mostrar a quien se ponga adelante, hasta el final. 

Hay un momento de la obra en el que uno se pregunta qué está haciendo ahí. Sinceramente. ¿Por qué entregarse a sabiendas a tanto dolor? ¿Para qué, si podríamos estar distraídos tomando una copa de vino, arreglando el mundo desde nuestro sillón? Porque sí. Porque es necesario el sacudón. Porque no cabe el argumento de “para qué ver estas cosas si para tragedias está la vida”. Justamente, porque Ana contra la muerte es la vida.

Si algo tiene esta obra, también, es que aborda la muerte sin condescendencia. La muerte es. Existe. La odiamos, pero existe. Y acá no hay palabras que intentan consolar y son vacías. Gabriela Iribarren interpreta a Ana de una forma tan excepcional que cuando termina uno solo quiere abrazarla. Abrazarla y decirle gracias. Y Mendive y Marisa Bentancur, que interpretan a varios personajes durante toda la obra son el complemento perfecto del hilo de vida que atraviesa la mujer. Las que la interpelan, la ayudan, la acompañan y sostienen sus pedazos. Por que al fin y al cabo, de Ana quedan pedazos. Jirones de lo que antes fue un cuerpo que fue quedando por el camino en la lucha contra la muerte y la pobreza. La puta pobreza.

Y mientras termino de escribir, con el corazón todavía apretado, escucho la canción que musicaliza la obra, y que no podía haber sido otra.

“Olvidarte me cuesta tanto, olvidar quince mil encantos es mucha sensatez”. 

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