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Maiztegui en la pluma de cuatro amigos

Sentidas columnas escritas por Valentín Trujillo, Eduardo Espina, Andrés Alsina y Miguel Arregui
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12 de septiembre de 2015 a las 05:00

Por Eduardo Espina

"Maiztegui te hacía pensar"


Por Valentín Trujillo

Lincoln aparecía en la redacción con su figura alta y levemente encorvada, sus manos huesudas y largas, su pera levemente carretilluda y era imposible no recordar, también levemente, valga la redundancia, a Nosferatu.

Hacía un chiste, mantenía la seriedad, volvía a reír, se sentaba entre los periodistas, charlaba de su eterno y glorioso Nacional, cachaba a los manyas cuando la ocasión lo requería y sufría todos los epítetos cuando el tricolor estaba en la mala. Con todos por igual, con todos con el mismo respeto, más allá de generaciones y de edades.

Pero a pesar de esa bonhomía, de esa empatía que se da entre colegas en una redacción, de la chanza veloz e irónica, bien futbolera, detrás de su caballeresca estampa, un diálogo con Lincoln siempre te hacía pensar. Lo que en los tiempos actuales no es poco.

Podía ser una referencia histórica, porque para Maiztegui el presente era apenas una mínima prolongación de un pasado que nunca ha dejado de latir ahí nomás, en la nuca de los que seguimos vivos. La historia de los tres siglos que ha vivido la República eran para él moneda corriente, continuaban tan vivos en las páginas que dejó (artículos y libros) como en las palabras vivas de sus charlas.
Durante muchos años en la redacción de El Observador, Maiztegui era la referencia directa, el más viejo, el más sabio, el gurú que había que consultar, el oráculo para despejar dudas. Cuando dejó de estar presente todos los días, las veces en que llegaba los interesados en sus historias lo rodeábamos para escucharlo. Si no, había que dejarle un mensaje en su contestadora, que escuchaba y devolvía con voz paciente, a la espera de la nueva pregunta para iluminar sobre el campo de la cultura que fuera. Muchas veces dijimos: "¿Cuántos Maizteguis hacen falta en este diario?"

El Gran Parque Central, los recovecos de las balaceras del siglo XIX llenas de caudillos y doctores, las jornadas cívicas y polémicas del siglo XX repletas de las figuras que hicieron este país, sus retratos de los personajes de la semana en las contratapas del diario, sus columnas sobre diversos temas de actualidad, sus enrevesadas y misteriosas jugadas de ajedrez, su pasión por Mozart, su devoción familiar y católica, su sentimental unión al Partido Nacional: Maiztegui se desgajaba en lo que escribía como un árbol en otoño, para felicidad de los lectores, para ejercicio mental de quienes también tuvimos su voz.

La muerte lo encontró en este setiembre frío. Como todo hombre de letras, su legado por suerte está impreso. El mejor homenaje es volver a leerlo.

“No me jodas, Lincoln”

Querido amigo: ¿Recuerda la mañana de diciembre cuando murió mi madre y hablamos por teléfono y le dije que era la primera vez en la vida en que me había quedado sin palabras y no pude escribir nada? Vea lo que son las cosas, hoy, noche de viernes, es la segunda vez que me pasa lo mismo. No puedo pensar, no puedo escribir; me he quedado sin lenguaje. ¿Cómo se me viene a morir ahora, cuando teníamos todavía tanto para hablar, para conversar, para seguir diciéndonos, tal como lo hacíamos siempre desde hacía tantos años que se hicieron décadas, tanto que todavía teníamos para ponernos de acuerdo o para estar en desacuerdo antes de ponernos de acuerdo nuevamente? Las pobres palabras que ahora me salen, son las únicas posibles que tengo para decirle que el vacío es tan inmenso, que no sé cómo decirlo. ¿Recuerda la noche aquella en College Station, con la primavera en ciernes, cuando estuvimos hasta las 3 de la madrugada en aquel café, conversando de la vida y de todo, pero también de fútbol, y me quiso convencer que Horacio Peralta era una especie de nuevo Maradona? ¿Recuerda mi respuesta? “No me jodas, Lincoln”. Es lo único que el alma ahora me dice: “No me jodas, Lincoln, no podes irte ahora y dejarnos tan solos, tan sin vos, vos que tanto nos ayudaste a ver la vida mejor”.

Play it again, Sam

Por Andrés Alsina

Caro Lincoln: ya no te escribiré y debo conformarme con el enorme vacío sin eco que nos dejas. A él deberé dejar caer mis recuerdos, mis nostalgias, mis dolores por tu ausencia. Lo haré cada vez que te extrañe, que me temo no serán pocas. Lo haré cada vez que reconozca (pese a mi conocida terquedad) lo mucho que me han dado –de ti, de tus valores, de tus malos ejemplos– estos 57 años de conocernos, de vernos cambiar, de reconocernos en el otro. Hubo un largo tiempo en que lo hicimos público, en el espacio epistolar dominical que el diario nos habilitaba. Tal vez no decíamos allí nada esencialmente nuevo para nuestra historia pero supiste, debo reconocer, sacarle brillo a tu cultura, a tu ingenio, a tu dotada pluma en aquella prosa periódica. Y, es más, pese a las muchas coincidencias, esos reconocimientos nos transformaban sin percibirlo nosotros, pero sí los lectores: ellos siempre son el juez en esta materia, y su presencia –quedó dicho para siempre– es soberana. Ahora, en una circunstancia en la que puedo sospecharte premeditación, me dejas, en este diálogo que atravesó nuestra vida como una constante, la pesada carga de la última palabra en una polémica que siempre supusimos eterna, y que –pese a discrepar contigo al respecto– bien puede serla. Hoy ese colofón no puede ser otro que “tenés razón, Lincoln”. Pero yo quiero revancha y sería extraño a tu caballerosidad que me la negaras. Empecemos de nuevo.

Epitafio para un peleador callejero

Los últimos de una gran estirpe

Por Miguel Arregui

Hace unos cuantos años un joven periodista madrileño me dijo: “Ese Maiztegui que trabaja contigo tiene mucho prestigio en España”. ¿Por qué? Por muchas cosas: porque escribía de ajedrez todos los días en El País de Madrid, porque se había tomado a golpes de puño con otro periodista en medio del silencio sepulcral del torneo de ajedrez de Linares, porque había ganado 80 mil dólares en el más prestigioso programa de preguntas y respuestas de la televisión española, y por muchas cosas como esas. Lincoln me confirmó que todo era cierto. “No sé lo que hice con el dinero”, se disculpó. “Es cierto que me compré un Mercedes Benz e hice un viaje por Grecia e Italia, y que por un tiempo hice vivir a mi madre como a una reina; pero ni siquiera terminé de pagar el Mercedes: lo dejé abandonado en Roma”.

Ese era Lincoln Maiztegui, personaje de leyenda que murió ayer: un erudito genial (y utilizo la palabra genio en forma restrictiva), un perfecto inútil en cuestiones prácticas, un hombre bueno y generoso, un periodista formidable y un amigo sin vueltas.

Lo conocí en 1992, cuando comenzó a trabajar en el semanario Búsqueda tras su largo exilio español. Descubrí un ser más bien monstruoso, en el mejor sentido de la palabra: parecía saberlo todo con absoluta humildad, y podía ponerlo en blanco sobre negro a velocidad asombrosa con su pluma de alto vuelo. Estaba siempre en busca de camorra intelectual, desde fútbol a política, pasando por música o poesía, pues esa era su vida y así se jugaba la vida. Luego, durante casi una década, trabajamos codo a codo en el diario El Observador.

Lincoln tenía un sentido del honor muy serio y algo antiguo. Libró grandes combates periodísticos y peleas callejeras en nombre de causas perdidas. Él defendió lo que Dios abandonó. Incluso ya viejo, con 70 años, terminó en un hospital tras agarrarse a trompadas con alguien mucho más joven que le faltó el respeto.

Lo entregaba todo y pedía poco a cambio, a lo sumo algo de atención y cariño. Entonces afloraba su sensibilidad sin límites y mitigaba su soledad básica e insondable.

Hace dos meses hizo un viaje por Europa en el que se despidió de sus amigos, de sus hermanos y de la vida. Estaba enfermo y cansado. Podría haber dicho, como Hemingway: De qué sirve vivir, si no se puede escribir, si no se puede hacer el amor.

Estas líneas por Maiztegui son también una despedida a una clase de hombres eruditos y combativos que resultan desoladoramente escasos. Por ello recordaré, como hice hace seis años, una anécdota con Ramón Díaz, otro intelectual belicoso, ahora viejo y enfermo.

Una vez, tras un debate de ideas, Ramón Díaz rompió relaciones con Lincoln Maiztegui, en una de esas peleas para siempre que suelen durar poco entre personas que se admiran. Días después, Lincoln dijo en una entrevista lo que todo el mundo sabía: que Ramón era un maestro de la escritura. Enseguida él recibió un e-mail y yo una copia. Es una pieza maestra de arrepentimiento y altura:

El día de hoy, 9 de diciembre de 2007, será señalado en mi memoria como el que me regaló hasta dónde puede llegar la calidad humana. Yo no lo sospechaba, ni la introspección me habría servido para imaginarlo. Realmente, sus palabras sobre mí pueden haber activado mi vanidad, pero quiero creer que mi sentir importante es el apreciar la muestra de una entrañable amistad, a la cual espero estar listo para corresponder. Emocionado como estoy, no acertaría ir más allá con las palabras. Me limitaré a agregar que mi sentir incluye un vivo deseo de encontrarme con usted. ¿Aceptaría una invitación a almorzar o cenar, cuando usted pueda y desee? ¿Cree del caso que nos acompañe Miguel Arregui, que participó del almuerzo que disfrutamos juntos, hace ya mucho tiempo? En fin, aguardo su mensaje al respecto. Por el momento, le envío, epistolarmente, que es lo que puedo hacer, un abrazo muy afectuoso. Su amigo de siempre y para siempre

Ramón

Todos estos reconocimientos a Maiztegui, siendo muchos, no son lo más importante. Entre sus virtudes elijo el valor físico y moral sin límites. Nunca temió al debate de ideas, a la defenestración por prejuicios, no le temió al ridículo. “De los muchos males que soporta hoy la sociedad oriental, tal vez el más lamentable sea el de la cobardía”, escribió una vez.

Si este es, según creo, un tiempo de pusilánimes y conformistas, en el que hemos abdicado de nuestras responsabilidades más básicas, adormecidos entre chucherías, prejuicios y lugares comunes, la muerte de Lincoln Maiztegui crea un enorme agujero, otro más, en un dique que parece derrumbarse ante el irrefrenable avance de la guaranguería y la cultura idiota.

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