Sebastian Abreu

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Locuras sin edad

Unas 3.000 personas concurrieron al Parque Central para recibir al ídolo Sebastián Abreu
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13 de enero de 2013 a las 19:32

Noventa años tiene el hombre. De joven jugó al fútbol. Empezó en Bella Vista, donde le pagaban $5, pero se fue a la liga de Canelones, porque si bien le pagaban $3, le permitían continuar trabajando en la fábrica de acero. Después de los 50 la rodilla empezó a sentir los rigores de aquellos partidos de hacha y tiza. El sábado fue uno de esos días en los que se acostó “lo más bien” y se levantó rengo el domingo. Pero igual se calzó el sombrero y se largó hasta el Parque Central.

“Es que el Loco es el Loco” dijo, ya ubicado en una de las butacas de la tribuna José María Delgado. Y se acercó al oído del periodista como si fuera a decir una mala palabra y susurró: “Ojalá pueda rendir, porque ya tiene sus años. Hay jugadores que vienen al final de sus carreras y hacen la diferencia, como Ruben Sosa. El Chino Recoba también, pero el pobre se lesiona corriendo” dijo, mientras buscaba ubicación para esquivar el sol, que a las 10 y media pegaba con fiereza. “Si me pongo el sombrero transpiro, mire…”.

La presentación “europea” de Sebastián Abreu atrajo a unos 3.000 hinchas de Nacional que llegaron al estadio como si fueran a ver un partido. A la hora 10 la cola de gente para ingresar a la tribuna Delgado sobrepasaba los 100 metros; tomaba Jaime Cibils y doblaba en Urquiza.

Quince minutos después se abrió la puerta y surgieron los primeros aplausos. “¡Nacional, Nacional!” se escuchó. Los altoparlantes del escenario amenizaban con canciones. La cumbia del Loco y “Nacionales, tricolores, bolsilludos” sonaba en la cascada voz del Canario Luna.

Termo, mate, sol a pleno, vendedores de calcomanías al golpe del balde, niños con la camiseta de Abreu, padres con baberos, abuelos buscando la sombra, mujeres... El primer anillo de la tribuna se llenó rápidamente.

Abreu y sus hijos aparecieron en la cancha a las 10.45. Dijo “buen día” y la gente deliró. Aplaudió y todos empezaron a cantar, “olé, olé, olé, Loco, Loco...”. Cuando lo dejaron, comenzó a hablar: “Es un momento especial. Primero porque me lo demostró la gente en estos casi ocho años desde que me fui. Pasaba el tiempo y el cariño aumentaba, eso me da una tranquilidad y una obligación personal, para esperar el momento indicado para llegar a colaborar y principalmente a disfrutar como un hincha más, que en definitiva es lo que soy, con el privilegio de poder jugar”.

Le preguntaron por los clásicos y sus goles, ocho en siete partidos jugados frente a Peñarol: “Para el hincha de Nacional festejar un triunfo clásico es único. Esto es un combo, como hincha disfrutas, festejas, pero si tenés el privilegio de entrar a la cancha, en alguna oportunidad con el brazalete de capitán, con todos los capitanes que hicieron historia en el club, mas nada no se puede pedir. Recuerdo el sueño que tenía de poder jugar en el Nacional de Minas, y hoy estoy en el Nacional tres veces campeón de América y del Mundo”.

Otra vez los aplausos de quienes fueron también protagonistas de un hecho inédito en el fútbol uruguayo. La bienvenida a un futbolista en la cancha. “Una de las cosas que analicé cuando surgió la posibilidad, cuando Eduardo (Ache, el presidente) insistentemente comenzó a delinear esta posibilidad, fue ver el plantel, lo que puede ser el futuro y queda la tranquilidad de que hay una linda mezcla de experiencia con juventud, con un entrenador que es actual en lo que tiene que ver a la metodología de entrenamiento. Esto es hermoso, pero sé cual es mi papel; soy uno mas del grupo, no hay que acaparar la atención, sino poner un granito de arena para lograr los objetivos”.

Prosiguió: “Ahora queda ponerme la camiseta y jugar. Todo lo que viene después, si es con títulos, espectacular. Uno aprendió a saber de la historia y cuando te pones la camiseta y sabes quienes pasaron, quienes están en la foto, el orgullo es mayor”.

Después el Loco dominó una pelota, hizo jueguitos con la cabeza y tiró varias a la tribuna. La presentación se extendió por más de media hora. El hombre de los 90 años continuaba ahí, estoicamente. Cuando los que estaban delante de él se paraban para aplaudir, él se subía a la butaca para no perderse nada. A pesar de la rodilla. Pedía permiso, se apoyaba en el hombro del que tenía al lado y allá iba. Transpiraba, pero logró su objetivo. Mirar al Loco.

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