Suárez no robó. Suárez no mató. Suárez no sacó a ningún jugador del Mundial con una acción desleal. Es humano. Como vos, como yo.
Suárez es uruguayo. Le corre sangre por las venas. Y tiene una esencia y una característica que lo identifica como jugador.
Suárez es humano. Tiene familia. Se le engripa un hijo como a todos. Lloró cuando lo operación. Temió perderse el Mundial. Sufrió con la enfermedad de su amigo Walter Ferreira.
Pero nada vale para el galáctico mundillo de la FIFA.
Es sencillo castigar a un jugador de fútbol mirando un partido cómodamente instalado en un palco vip con los pies arriba de un sillón y tomando el mejor whisky que pueda imaginar.
Y aclaro, no se trata de hacer una defensa sin argumentos de Suárez. Mucho menos de patriotismo. Porque lo primero es lo primero, hay que admitir que Suárez se equivocó y debe pagar por su error. Pero no de la forma en que lo están condenando. Una exageración de similares características a las del mundo FIFA, ese que permite habitar los mejores hoteles, disponer de cientos de camionetas y autos para trasladarse y movilizarse en medio de un mar de hombres de seguridad al mejor estilo de un jefe de estado. Dinero que sale de lo que producen los jugadores, por supuesto.
El argumento para “sacar la cara” por Suárez es sencillo. Estos personajes de traje y corbata jamás estuvieron adentro de la cancha para conocer las sensaciones que se viven. Lo que pasa por la mente de un jugador.
No crea que todo se limita al simple hecho de salir a la cancha a jugar un partido de fútbol. Para nada. Hay que tener algo especial. Vivir la semana. La familia, los amigos, el barrio. De pronto una noticia inesperada de que un familiar se enfermó. O la nena que se tropezó jugando y se cortó la cara y el jugador no la puede ver. Reitero, el futbolista es humano.
Hay que tener una coraza para sentir el cosquilleo que genera en el estómago ponerse la camiseta del país en un vestuario mundialista, caminar rumbo a una inmensidad de estadio. Salir a una cancha con miles de aficionados. Pararse frente a su bandera y escuchar el himno. Escuchar el rugido de la tribuna cuando empieza el partido.
Y después, la adrenalina del juego. El miedo a perder que siempre está presente. Representar a tu pueblo. Cargar con la ilusión de un país. Y es un segundo. Apenas uno. Donde al jugador, al humano, se le nubla la mente y comete un error. Se equivoca. Como se equivoca uno, como se equivoca usted, que de pronto manejando se enfrasca en una pelea mediática en plena calle.
Pero para estos señores de traje y corbata de la FIFA nada vale, solo “sus reglas”, las de querer demostrar una rigurosidad que no tienen en otros temas donde se los involucra. Temas donde disponen de todo el tiempo del mundo para resolver y no de segundos como le pasa a la inmensa mayoría de los futbolistas en una cancha.
Que bueno sería saber si a don Blatter no se le ocurrió retirarle la acreditación, impedirle descansar en los hoteles FIFA e incomunicar durante cuatro meses a su sobrino Phillipe al que se acusa de ser el jefe de una compleja red internacional de revendedores de las entradas para el Mundial Brasil 2014.
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