Colombia duerme el partido. De América a Olímpica. Es el segundo tiempo y le pone paños fríos al esbozo de arremetida celeste. Sus hinchas gozan y hacen bajar el ole de la tribuna.
Mientras, el uruguayo se come las uñas. Sufre con esa posesión, más allá de su intrascendencia. Se olvida de cantar y de alentar. Pero espera. Se arma de paciencia porque sabe que la celeste siempre aparece. Y más cuando la mano se pone torcida.
Y así llega el gol de Cavani. Después el de Stuani. Más tarde el delirio. El ole ante un par de toques (nada que ver con la interminable secuencia de pases cafeteros). Pero, ¡qué importa! Si Colombia la tiene y no pasa nada, y la celeste cada vez que pisa el área mete miedo.
El clima hace que en el Centenario todo sea audible. Un periodista ve descolgar un centro a Muslera y en el estrépito del aplauso dice: “¿Sabés de quién le veo cosas a Muslera? De Roque Máspoli”.
Más tarde, cuando el estadio es un susurro cortado apenas por un candombe que trepa desde la platea, un hincha exclama: “¿Cuándo la vamo’ a cortar con esos tambores?”
Es que para el hincha de este Uruguay, el momento de festejar es después. Es ese instante de liberación de sufrimiento y explosión de los sentidos que sigue al pitazo final.
No le pida que antes ande con eso del cantito y las palmas. Se puede pintar la cara, atarse la bandera a los hombros y, por supuesto, calzarse con orgullo la celeste. Tal vez animarse con eso de la ola.
Pero alentar y empujar al equipo es cosa de Nacional y Peñarol. No de la selección.
Es distinto. Y eso es palpable desde que se llega al estadio. Porque en los accesos a la zona vallada donde se ejerce el primer control policial lo que se amontonan son botellas de agua. Porque nadie va al choque con los efectivos.
También porque hay mucha gente que no sabe ni dónde está parada y pregunta: “Flaco, ¿dónde es la Ámsterdam?”.
Eso sí, es fiel. Llena siempre y no deja un centímetro de cemento a la vista. Por supuesto que esa fidelidad tiene que ver con la victoria, con la racha, con el éxito. Con la instantaneidad del presente. Pero esa es su forma de retribuir lo que esta selección le ha dado.
Y también la esperanza de lo que puede seguir dándole. Éxito y alegrías. Colombia fue la viva prueba de ello.
Entonces vale la pena el precio de la entrada, los $ 75 de cada hamburguesa del entretiempo y las puntuales exigencias de la garganta frente a cada gol.
También el ardor de las palmas del que es responsable cada intervención de Muslera, cada cierre de Fucile, el despliegue de Cavani y los tranques del Cacha. Pero, sobre todo, la paciencia. Porque este equipo siempre aparece.
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