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Garra charrúa en África

Los cascos azules uruguayos en Congo brindan seguridad y protección a los civiles
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20 de junio de 2014 a las 19:51

El conflicto del Congo obedece, como tantos otros en África, a la carrera por el control de los ingentes recursos naturales que este vasto país posee y a la lucha por el espacio vital entre tribus que remontan sus rivalidades y enfrentamientos a épocas anteriores al colonialismo pero a quienes sin duda la división artificial del territorio realizada por los colonizadores europeos acabó de enfrentar, quizás para siempre.

La lista de grupos rebeldes originarios de Congo, a la que se suman guerrilleros de países vecinos como Ruanda o Uganda, es, por cierto, larga y confusa tanto por las siglas que utilizan como por su ideología o, si acaso, falta de ella.

Su mejor arma es el terror que siembran en poblaciones indefensas cuya nula formación y escasez de recursos para repeler un ataque las obliga, en el mejor de los casos, a huir de sus hogares y plantaciones para salvar su vida. Es ahí donde intervienen los cascos azules, en la protección de civiles negociando con los cabecillas –me resisto a utilizar la palabra líder–, desde la liberación de niños rehenes hasta el desarme voluntario de guerrilleros que depongan las armas y acepten reintegrarse a la sociedad. ¿Se imaginan negociar con jóvenes mafiosos alcoholizados y dopados con la marihuana que crece silvestre a diestra y siniestra mientras agitan violentamente sus rifles o lanzagranadas? ¿Qué técnicas de negociación emplean los cascos azules uruguayos en situaciones así?

La respuesta es sencilla y compleja a la vez, recurren a su instinto, que es lo mismo que decir la idiosincrasia uruguaya. Una mezcla de perfil bajo que les permite acercarse al guerrillero con el mínimo de respeto necesario para que se avenga a escucharlos, y con un sentido de humanidad que los obliga a acudir pacientemente durante 10 días interminables a constatar cómo están los niños retenidos, si acaso los alimentan, hasta convencer mediante gestos y traducción al suajili que es una injusticia que no los liberen y regresen a sus familias. En un país donde la expectativa de vida es corta, acostumbrado a violencia de distinto signo –étnica, sexual, grupos beligerantes–, rescatar a esos niños no era prioridad para las fuerzas armadas del Congo (Fardc) ni la policía local, pero sí lo fue para el capitán Ramiro Fernández y sus hombres desplazados en Pinga.
Durante ocho meses, el batallón uruguayo en dicha localidad selvática de Kivu norte se constituyó en la única organización a la cual podían recurrir los habitantes para pedir auxilio. La magnitud de los enfrentamientos entre grupos guerrilleros en Pinga provocó la estampida de los habitantes, muchos terminaron siendo desplazados a otras aldeas pero varios huyeron a refugiarse en la base uruguaya allí desplegada, llegando a totalizar 2.000 congoleños que buscaban la protección de los cascos orientales.
Entre los grupos guerrilleros, destaca el FDLR de origen ruandés, ya que Ruanda sigue siendo uno de los actores más influyentes en Congo por varias razones –todas ligadas al control de la tierra y las minas o recursos naturales varios–, y el temido Mai Mai, dirigido por un astuto personaje que responde al nombre de Sheka y que ejerce un paternalismo infantil en poblaciones asustadas y hambrientas incapaces de presentar oposición. El nombre de su banda responde al término en suajili para el agua, ya que convence a sus guerrilleros de que mediante conjuros y rituales caníbales se tornan inmunes a las balas. Por supuesto, alguien más se ocupa de desaparecer los cuerpos de sus guerrilleros caídos en combate, no vaya a ser que el resto de la pandilla advierta que son simples mortales.
Conmovedor fue el momento en que representantes de la sociedad civil en Kitshanga, a 100 kilómetros de Goma, se reunieron con el jefe del batallón, el coronel Gonzalo Mila, que se despedía de ellos antes de regresar a Uruguay. Los locales le insistieron en la necesidad de que continúe allí presente el batallón uruguayo, ya que para ellos el capitán Ramírez había sido un comandante “abordable” –palabra textual– y comprometido con las necesidades de su comunidad. Ni oír hablar de la llegada de un contingente de militares indios, a quienes califican de distantes e indiferentes a su sufrimiento. El batallón uruguayo es la fuerza de reserva del comandante en jefe de la Monusco, misión de Naciones Unidas para el Congo, Carlos Alberto Santos Cruz, brasileño de Yaguarón que confía su seguridad a custodios uruguayos.
Se podrá objetar la presencia de tropas extranjeras en terceros países, pero lo que quedó cristalinamente claro es que los habitantes congoleños y representantes de organizaciones de la sociedad civil, que son quienes padecen las injusticias y vicisitudes de conflictos como los que asuelan Congo o países vecinos como República Centroafricana o Sudán Sur, piden a la comunidad internacional que mantenga la presencia de la misión Monusco. Desean que los cascos azules uruguayos continúen con su tarea de brindar seguridad y protección a la población civil, para lo cual necesitan imperativamente las armas, aunque intenten solucionar los problemas mediante otros medios no violentos. Pero sin armas sería imposible contener, frenar, negociar y, si es necesario, repeler a grupos cuya falta de instrucción y códigos militares los torna impredecibles.
Si hubiese resistencia en las calles, vecinos de Pinga y otras villas no saludarían con un “¡Jambo Uruguay!” a los cascos azules que también lucen un sol y franjas celestes en sus casacas. Por todo esto y mucho más, bien merecen un reconocimiento aquellos, nuestros “otros” celestes en África.



*Directora del Depto. de Negocios Internacionales e Integración, Facultad de Ciencias Empresariales, Universidad Católica de Uruguay.

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