Es una lucha. La vida, en general, y las finales de la NBA, en particular. El esfuerzo, desde el punto de vista físico, espiritual y cerebral que tiene que hacer San Antonio, en cada partido, para competir contra las bestias de Miami es titánico.
Para los que no están muy familiarizados con los avatares de la NBA y sin embargo están entusiasmados con estas finales, valga la aclaración: Miami tiene mejores jugadores. Y también son más jóvenes.
Por eso durante la temporada regular se decía que nadie iba a ser capaz de ganarles cuatro partidos de siete. Por eso ganaron 27 partidos seguidos. Por eso su estrella, LeBron James, un jugador que se postula a mejor de todos los tiempos, se puede dar el lujo de hacer 14 puntos en los primeros tres cuartos de partido y terminar con 32 puntos, 11 asistencias y 10 rebotes, lo que en términos basquetbolísticos se conoce como “una monstruosidad”.
Y los dos amigos que se consiguió, Dwayne Wade y Chris Bosh, podrían ganarle un par de partidos a San Antonio sin James (y no digo nada del veterano que clavó el triple al final del último cuarto, del que se habla acá al lado).
Por eso son tan arrogantes. Por eso siempre parece que estuvieran camino a una fiesta en la playa o grabando un spot publicitario.
Por eso cuando esta noche, inexplicablemente, pierdan en su casa el partido decisivo, se van a sentir mal, muy mal.
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