Absolutamente devastado. Así lo describía su cara y asimismo él se encargó de definirlo. El director técnico de Inglaterra, Roy Hodgson, no disimuló su desazón ante el periodista de la televisión inglesa que lo consultaba ni bien había terminado el partido. Su humor debería ser representativo de lo que la gran mayoría de los ingleses deberían sentir en ese momento. Aunque en una ciudad tan grande y cosmopolita como Londres se hace realmente difícil medir la temperatura.
Los banderines de los países que juegan la Copa del Mundo decoran sin excepción prácticamente todos los pubs de Londres. En pizarras escritas a tiza se anuncia el menú fútbol del día, los tradicionales “fish and chips” y en el mejor de los casos el dos por uno de cerveza. Pero Londres hoy parece estar mucho más lejos de Brasil de los kilómetros que realmente lo separan. Una atmósfera pasiva se apodera de la ciudad en el inicio del verano. La “fiebre” del Mundial apenas roza los comercios, pero aparenta estar lejos de la gente.
Quizás sea por el poco apego que los ciudadanos de la gran capital demuestran por su selección. Una recorrida esta mañana por el oeste de Londres me dejó con la sensación que en la previa los ingleses estaban poco esperanzados. No había banderas en las ventanas o en los pocos balcones. Apenas contabilicé un banderín en un auto. Solamente recibí dos o tres comentarios por estar llevando la camiseta de Uruguay.
En un lugar en el que difícilmente alguien se meta contigo por llevar una camiseta de fútbol me siguieron pocas miradas inquisidoras, algunas risas y algún comentario en el mejor de los términos.
Y ahí apareció, ineludible, el nombre de Suárez. El mismo nombre que tantos en esta tierra se han cansado de juzgar, primero, y de aplaudir después. El nombre que cada fin de semana suena en los compactos deportivos. El nombre que pronunciaron incansablemente durante los días de su lesión. El nombre que realmente temían y admitían temer. El nombre que los comentaristas de la televisión inglesa nombraron como la diferencia real entre los dos equipos.
Consciente de lo que podía significar sufrir una derrota uruguaya en territorio ajeno decidí evitar la intrigante experiencia de ser un uruguayo en medio de un pub inglés y cerca de la hora del partido me fui a casa. Grité cada uno de los goles por la pequeña ventana del comedor que da a un centro de exhibiciones esperando alguna respuesta. Pero el silencio se había apoderado del atardecer londinense y ni siquiera llegué a escuchar el eco de mis gritos. Mañana, entonces, tendré que pasearme de nuevo con esta camiseta celeste puesta tentando mi suerte contra una comunidad futbolera que, por suerte, ha entendido hace tiempo las reglas del juego. Y aunque hoy los ingleses se ven más afuera que adentro no dramatizan. Solo se preguntan cómo un jugador que volvió de una reciente operación que lo pudo dejar sin mundial ha podido tanto contra ellos. Se lo preguntan. Y no estoy seguro que encuentren la respuesta.
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